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DÍA VEINTE: EL ROBO DEL COLLAR

Stéphane y Catherine estaban pletóricos. Acababan de asaltar el chateau de Gruyères, un castillo de origen medieval, y escasamente vigilado. Mientras lo visitaban se habían dado cuenta de lo fácil que sería llevarse algunos de los objetos que estaban expuestos con un poco de planificación. Tras un mes, habían regresado al castillo, y después de que Catherine orquestara una pequeña distracción, fingiendo un accidente de tráfico, Stéphane había visitado el castillo como un turista más, y se había metido en la cazadora un collar de diamantes y zafiros con una serie de movimientos calculados y expertos.

La adrenalina henchía a los dos ladrones, mientras Anne examinaba el collar de plata y gemas brillantes.

-¿Ya tienes un comprador? -preguntó Catherine.

-No. Será complicado, porque el collar es bastante reconocible. Pero podemos vender la plata y las joyas a buen precio.

Los dos ladrones se dieron un beso lleno de amor y adrenalina. Sin embargo, en esos momentos, el coche tomó la curva cerrada, y de repente aceleró, sin que a Stepháne le diera tiempo a girar o usar el freno de mano.

-¡Cuidado! -gritó Catherine, pero su advertencia se convirtió en un grito.

El coche se despeñó por un precipicio no demasiado profundo, y se hundió en las aguas de un lago. Stéphane y Catherine trataron de salir, pero las puertas del coche estaban bloqueadas. Los dos golpearon desesperadamente las ventanas y el parabrisas, tratando de encontrar una salida, pero el agua del lago pronto llenó el interior del vehículo y se ahogaron.

Cuando despertaron, se encontraban junto al lago, en una orilla gris, agrietada, y azotada por un viento gélido. El cielo estaba cubierto por nubes de tormenta. Stéphane y Catherine se miraron el uno al otro, pálidos y húmedos, como dos cadáveres empapados.

Una figura resplandeciente los miraba con furia. Una aristócrata de otra época, vestida a la usanza rococó de finales del siglo XVIII. Era una mujer pálida, con su rostro blanco como si fuera de porcelana. Lo más aterrador es que el cuerpo estaba decapitado, y llevaba la cabeza entre las manos, mirándolos de manera acusadora. A su alrededor había varios guardias pálidos, cadavéricos, con rostros de esqueleto.

Las autoridades no tardaron en encontrar el coche hundido en el lago, y en cuestión de horas consiguieron extraerlo con los cadáveres en su interior. Stepháne todavía aferraba el collar de diamantes y zafiros en su mano, y hubo que romperle los dedos para arrebatarlo y poder devolverlo a la sala de exposición del castillo de la condesa de Gruyères.

19. When I lost you


20. The night I gave up

DÍA VEINTIUNO: DUELO DE MÚSICOS

Un año más, la Fiesta de la Cosecha había llegado, y todo estaba preparado para la celebración. Un respiro del duro trabajo tras la recolección, y también un día festivo antes de la llegada del invierno. Bueno, en el mundo moderno y globalizado quizás las cosechas campesinas ya no fueran tan importantes, pero para las hadas y duendes del Fuedo de Aguaclara, todavía conservaban su sentido tradicional. Una fiesta donde la alegría y la ilusión resplandecían aunque fuese durante un breve día.

Orphealio, el Sátiro, era un asiduo de la Fiesta de la Cosecha y no había faltado en muchos años. El viejo Barbagrís era un maestro violinista y su música era pago suficiente a cambio de una noche de celebración y bebida, por no mencionar a sus numerosos seguidores y fans que lo seguían de fiesta en fiesta.

Había entonado una alegre melodía dedicada a la cosecha y a sus anfitriones que resonó entre los asistentes a la fiesta, en su mayoría hadas y duendes del Feudo, pero también algunos invitados humanos, que bajo el encanto de la magia disfrutarían de una noche inolvidable.

Orphealio bebió un sorbo de cerveza tostada, antes de disponerse a iniciar una nueva música cuando una interrumpió a los presentes.

-No ha estado mal -aquella voz sonaba como un chirrido discordante a los oídos de Orphealio-. Ahora, si se me permite, también quisiera entonar una canción dedicada a nuestros anfitriones.

La alegría de Orphealio se solapó con un nubarrón de furia. Se trataba de Pip el Gaitero, un Cluricán, con el que había formado un dúo musical hacía tiempo y que se había roto en una disputa de la que no estaba muy clara la causa. Sin esperar aprobación, Pip subió al escenario con su gaita a cuadros verdes y rojos, e inició una desenfadada melodía, que fue coreada por los presentes.

Orphealio no pudo resistirse e inició a su vez el contraataque, acompañando la melodía de Pip con su violín. Cuando terminó recibieron un breve aplauso. Pip miró a su rival con sonrisa falsa y comenzó otra canción con el son de su gaita, algo mucho más complicado, pero Orphealio aceptó el desafío.

El duelo de los músicos hizo que los presentes pudieran bailar durante horas, pero a medida que pasaba el tiempo la alegría fue dando paso a la fatiga, el descontento, y como suele ocurrir. La pelea estalló. No quedó claro si fue Pip el que le dijo a Orphealio que se detuviera, o fue al revés, pero el caso es que alguien dio el primer puñetazo y le siguieron otros. Y la música de la gaita y el violín dio paso a una melodía de golpes y mobiliario roto.

Aquel día fue inolvidable para las hadas y duendes de Aguaclara, y fue el inicio de varias rencillas que se prolongarían en las semanas y meses siguientes. Irónicamente, Orphealio y Pip consiguieron reconciliarse, después de pelear, beber, volver a pelear, y finalmente luchar juntos. El dúo musical de los dos amigos renació de sus cenizas y amenizaría las fiestas de muchos Feudos...aunque no en Aguaclara.