[Anaís] Reforzando la seguridad
Publicado: 16 Ago 2020, 17:36
Corriendo el año de nuestro señor de mil doscientos ochenta y cuatro, décimo día del mes de julio, en un inusual amanecer borrascoso con manchones de nieve en algunos sectores del bosque.
Los recuerdos del centésimo cumpleaños de Perséfone parecen, por algunos instantes, bastante vagos. Han reaparecido en tus sueños, pero se conectan a la perfección con tu consagración inquisitorial ocurrida casi como regalo de navidad. En medio del verano, sientes demasiado frío, intentas revisar las cobijas sin abrir los ojos.
Siguen en su lugar, es solamente que su delgadez permite que el calor de tu cuerpo salga. Entreabres los párpados y te sorprendes al notar un halo blanquecino que entra por la ventana, mezclado con los rayos verdes del alba. Te envuelves en la ropa de cama tratando de abrigarte y, así, te diriges a descorrer ligeramente para contemplar la espesura.
Por aquí y por allá, restos de lo que sugiere una gran ventisca. Has dormido con tanta pesadez que ni te has enterado de lo que podría haber ocurrido. Solamente lo puedes conectar con aquella medianoche de la navidad de mil doscientos ochenta y dos: recibías tu consagración inquisitorial en un refugio secreto oculto bajo la plaza de San Marcos. Alrededor de las 3 de la mañana, la ceremonia había terminado y recorrías el pasillo secreto que conectaba con la sacristía.
Luego, a los canales, en la góndola de Museo. Se la habías pedido sin decirle demasiado y te la prestaba sin preguntar... ya tenías secretos con él después de los incidentes en Florencia, se guardaba su curiosidad para cuándo decidieses contarle algo. Copos en la proa, hacía tiempo que en diciembre solamente había frío... pero sin nieve.
Y, por tu ventana, la hay en medio de agosto. Desayunas unas pocas frutas y rebuscas tu abrigo en el armario. Tomas aquella espada con la que te entrenaron en Chipre por varios meses y con el cinturón de cuero curtido, la sujetas a tu cintura. Sabes que, definitivamente, el poder maligno del enemigo se ha manifestado. Te envuelves en un grueso abrigo y, tras abrir la puerta, se acerca corriendo hacia ti aquella niña que alguna vez vino a agradecerte por la compota de manzana.
Sus ropas parecen hechas jirones, está llena de magulladuras y su rostro muestra un pánico visceral. Salta a tus brazos sollozando y, mientras sus lágrimas mojan la piel de oso de tu abrigo, te va relatando un horrible cuento de hadas. Lo que te relata en nada se parece a algo que hayas experimentado anteriormente, ni siquiera cuándo peleabas con aquél demonio en sangre encontrado compañía de otros inquisidores sombríos de tu orden.
Primero menciona a un tejón, espantoso y de ojos con cuencas negras cayendo en un abismo. Sus colmillos feroces han dejado una marca en uno de sus tobillos, por donde la sostienes. Es una pequeña hendidura, apenas la rozas sin querer y la pobre niña emite un suave chillido. Luego sigue el relato, con un ave flamígera que tenía ojos de fogata y observaba como se quemaban los árboles a su alrededor en un fuego infernal. El cuál, curiosamente, parecía quemar todo lo que estaba dentro de un círculo... sin escaparse.
Con el rabillo del ojo, ves pasar una avispa mostruosa y tu mirada se dirige al arroyo. Desde allí alcanzas a contemplar el salto de un pez gigante contra la corriente. Filosas patas como espadas del insecto y una mandíbula como una gran caverna llena de colmillos como filosas dagas, la criatura acuática.

Sabiendo que alejar a Perséfone de tu abrazo sería un tremendo riesgo y que ella jamás te soltaría, la acomodas para poder acceder al pomo de tu espada y desenfundar. Avanzas lentamente hacia el cauce y en un recodo más abajo, en que se hace más ancho para permitir pequeñas embarcaciones, puedes contemplar un anfibio horroroso y una araña del tamaño de un búfalo que se escurre entre los árboles en el sector más pantanoso del bosque.

Por instinto, retrocedes y giras para acercarte al sendero en busca de tomar rumbo a la aldea para poner a la niña a salvo. Tristemente, también por allí parece haberse manifestado el poder del inframundo. Entre unos enormes pinos, un lince aparece sigiloso en medio de la nieve. Y, aunque la tormenta está detenido, siguen cayendo copos sobre él. Y, para sellar el acoso, un zorro de pelaje con un tono del carbón ardiente les observa desde el otro costado, mientras avanza por el sector más compactado del sendero que utilizan las carretas.

Todo el entrenamiento entre hombres rudos y curtidos por innumerables batallas se muestra como imprescindible en este momento. La dificultad mayor consiste en que, jamás habías probado con una niña en brazos. Y, menos, una que conoces muy bien y que parece haberlo pasado muy mal. Ya que, ahora, comienzas a sentir algunas gotitas de su sangre tocando tu mano. Ha dejado de llorar, pero se acaba de aferrar muchísimo más fuerte a ti... una enorme proeza de fuerza considerando la voluptuosidad de tus pechos.
Los recuerdos del centésimo cumpleaños de Perséfone parecen, por algunos instantes, bastante vagos. Han reaparecido en tus sueños, pero se conectan a la perfección con tu consagración inquisitorial ocurrida casi como regalo de navidad. En medio del verano, sientes demasiado frío, intentas revisar las cobijas sin abrir los ojos.
Siguen en su lugar, es solamente que su delgadez permite que el calor de tu cuerpo salga. Entreabres los párpados y te sorprendes al notar un halo blanquecino que entra por la ventana, mezclado con los rayos verdes del alba. Te envuelves en la ropa de cama tratando de abrigarte y, así, te diriges a descorrer ligeramente para contemplar la espesura.
Por aquí y por allá, restos de lo que sugiere una gran ventisca. Has dormido con tanta pesadez que ni te has enterado de lo que podría haber ocurrido. Solamente lo puedes conectar con aquella medianoche de la navidad de mil doscientos ochenta y dos: recibías tu consagración inquisitorial en un refugio secreto oculto bajo la plaza de San Marcos. Alrededor de las 3 de la mañana, la ceremonia había terminado y recorrías el pasillo secreto que conectaba con la sacristía.
Luego, a los canales, en la góndola de Museo. Se la habías pedido sin decirle demasiado y te la prestaba sin preguntar... ya tenías secretos con él después de los incidentes en Florencia, se guardaba su curiosidad para cuándo decidieses contarle algo. Copos en la proa, hacía tiempo que en diciembre solamente había frío... pero sin nieve.
Y, por tu ventana, la hay en medio de agosto. Desayunas unas pocas frutas y rebuscas tu abrigo en el armario. Tomas aquella espada con la que te entrenaron en Chipre por varios meses y con el cinturón de cuero curtido, la sujetas a tu cintura. Sabes que, definitivamente, el poder maligno del enemigo se ha manifestado. Te envuelves en un grueso abrigo y, tras abrir la puerta, se acerca corriendo hacia ti aquella niña que alguna vez vino a agradecerte por la compota de manzana.
Sus ropas parecen hechas jirones, está llena de magulladuras y su rostro muestra un pánico visceral. Salta a tus brazos sollozando y, mientras sus lágrimas mojan la piel de oso de tu abrigo, te va relatando un horrible cuento de hadas. Lo que te relata en nada se parece a algo que hayas experimentado anteriormente, ni siquiera cuándo peleabas con aquél demonio en sangre encontrado compañía de otros inquisidores sombríos de tu orden.
Primero menciona a un tejón, espantoso y de ojos con cuencas negras cayendo en un abismo. Sus colmillos feroces han dejado una marca en uno de sus tobillos, por donde la sostienes. Es una pequeña hendidura, apenas la rozas sin querer y la pobre niña emite un suave chillido. Luego sigue el relato, con un ave flamígera que tenía ojos de fogata y observaba como se quemaban los árboles a su alrededor en un fuego infernal. El cuál, curiosamente, parecía quemar todo lo que estaba dentro de un círculo... sin escaparse.

Con el rabillo del ojo, ves pasar una avispa mostruosa y tu mirada se dirige al arroyo. Desde allí alcanzas a contemplar el salto de un pez gigante contra la corriente. Filosas patas como espadas del insecto y una mandíbula como una gran caverna llena de colmillos como filosas dagas, la criatura acuática.

Sabiendo que alejar a Perséfone de tu abrazo sería un tremendo riesgo y que ella jamás te soltaría, la acomodas para poder acceder al pomo de tu espada y desenfundar. Avanzas lentamente hacia el cauce y en un recodo más abajo, en que se hace más ancho para permitir pequeñas embarcaciones, puedes contemplar un anfibio horroroso y una araña del tamaño de un búfalo que se escurre entre los árboles en el sector más pantanoso del bosque.
Por instinto, retrocedes y giras para acercarte al sendero en busca de tomar rumbo a la aldea para poner a la niña a salvo. Tristemente, también por allí parece haberse manifestado el poder del inframundo. Entre unos enormes pinos, un lince aparece sigiloso en medio de la nieve. Y, aunque la tormenta está detenido, siguen cayendo copos sobre él. Y, para sellar el acoso, un zorro de pelaje con un tono del carbón ardiente les observa desde el otro costado, mientras avanza por el sector más compactado del sendero que utilizan las carretas.

Todo el entrenamiento entre hombres rudos y curtidos por innumerables batallas se muestra como imprescindible en este momento. La dificultad mayor consiste en que, jamás habías probado con una niña en brazos. Y, menos, una que conoces muy bien y que parece haberlo pasado muy mal. Ya que, ahora, comienzas a sentir algunas gotitas de su sangre tocando tu mano. Ha dejado de llorar, pero se acaba de aferrar muchísimo más fuerte a ti... una enorme proeza de fuerza considerando la voluptuosidad de tus pechos.